Editorialmarea.com.ar
Cuando despertaron la mañana del 2 de noviembre de 2004, millones
de votantes del Partido Demócrata norteamericano contemplaron un
nuevo orden. El humo de las hogueras neoconservadoras se elevaba
sobre todas las ciudades del Sur y del Este. Las peludas hordas del fun-
damentalismo cristiano, las legiones de obreros y campesinos blancos y
de otras culturas visigodas se agitaban detrás de sus remotas trincheras.
En las ciudades universitarias situadas en la otra parte del país, en San
Francisco, Seattle y Boulder, en la más demócrata de todas las fortalezas
demócratas estadounidenses, la ciudad de Nueva York, y en cada rincón
encapsulado y remoto de la América liberal donde se puede comprar un
ejemplar de
The Nation1 en el kiosco de la esquina, los demócratas se
hundían en una profunda depresión a prueba de Prozac. ¿Qué había ocu-
rrido en el corazón del país –se preguntaban–, en esas zonas del interior
cuya iconografía apenas conocían a través de la televisión y las revistas,
esos mundos remotos salpicados de bonitas torres de iglesia, anticuados
salones de baile, las carreras NASCAR y festivales tradicionales? ¿Y por
qué motivo la clase trabajadora había votado tan evidentemente en con-
tra de sus propios intereses?
Dos años más tarde, el Partido Demócrata había recuperado cierta
mayoría, al menos momentáneamente, y durante un período los libera-
les tuvieron tiempo de estudiar lo que ellos ven como una multitud
sumamente inculta que les dio una paliza en 2004. En estos años han
mirado con atención las mesas redondas en la televisión pública y dis-
cutido acerca de en qué falló la estrategia política. Pero lo que los libe-
rales urbanitas y de izquierda no han hecho es darse un paseo por la
tierra de los godos, exponerse a entrar en contacto con la sucia clase
trabajadora norteamericana, esa Norteamérica provinciana de gente
1 Semanario izquierdista de política y cultura. (N. del t.)
que va a la iglesia, que practica la caza y la pesca, y que bebe Bud Light.
Esa gente que ni siquiera es capaz –y tampoco es que les preocupe
mucho– de situar Irak o Francia en el mapa, suponiendo que tengan
uno. Son pocos los liberales cultos a los que encontraremos tomando
una cerveza de lata en el bar de una calle sin asfaltar, o escuchando al
pastor que explica la infalibilidad de la Biblia en relación con todos los
asuntos conocidos, desde la biología hasta el reglamento del béisbol, o
asistiendo a la ceremonia de entrega de premios en una escuela cristia-
na, o emborrachándose mientras Teddy y los Starlight Ramblers tocan
música country en el Eagles Club.
Pues bien. ¡Jajay! ¡Bienvenidos a mi mundo!
Aquí, en mi ciudad natal, Winchester (West Virginia), es imposible
darle esquinazo a esa América profunda que llevó a George W. Bush a
la victoria en 2004 (y que elegiría a un tipo igual de indeseable aunque
se hayan vuelto contra Bush como perros salvajes en los últimos días
de su intento por convertirse en emperador, y lo hayan sacado a rastras
del Despacho Oval). Winchester es una de esas localidades sureñas
donde la cuestión de si Stonewall Jackson tenía hongos en la ingle
durante la batalla de Chancellorsville todavía se discute con el mismo
encono que la teoría de la evolución, el control de las armas de fuego,
el aborto o si Dale Earnhardt Jr. es la mitad de bueno al volante de lo
que en vida fue su padre. Se trata de una región cristiana homogénea-
mente fundamentalista y neoconservadora, impregnada de la sombría
idea ultraprotestante según la cual el hombre nace malvado y despre-
ciable, y a partir de ahí no hace sino ir de mal en peor. Aunque sólo
fuera por eso, Winchester constituye un lugar estupendo para observar
este país, un lugar donde la América más vieja y la más reciente, y
todas las fases de mutantes que hay entre ambas, conviven en un
mosaico de colores abigarrados.
Winchester es ante todo una ciudad de trabajadores, y sigue siéndo-
lo pese a los monstruosos cinturones suburbanos para
yuppies que
emergen por doquier subdivididos en parcelas de infinitas hectáreas, y
a pesar de las operaciones de maquillaje llevadas a cabo en el centro
histórico. Puede que uno trabaje fabricando bombillas en la planta de
General Electric o cubos de poliestireno para fregonas en Rubbermaid,
o que sea mozo de almacén, reponedor o cajero en el Wal-Mart o en
Home Depot. Sea cual sea el trabajo, resulta más que probable que uno
lo desempeñe en una cadena de montaje o en la caja de un supermer-
cado, de pie sobre una esterilla de caucho y con el escáner en la mano.
Y que lo haga por un salario de obrero, cerca de 16.000 dólares al año
si es cajero, unos 26.000 si se es operario. En cualquier caso, este sitio
que describo y desde el cual escribo podría ser cualquiera de las miles
de comunidades semejantes que se encuentran a lo largo y ancho de
Estados Unidos. Un mundo paralelo, del todo desconocido para los libe-
rales universitarios de las grandes ciudades, precisamente el mundo que
los tomó por sorpresa en noviembre de 2004, y un mundo que tarde o
temprano tendrán que tratar de comprender si pretenden llegar a ser
alguna vez de nuevo políticamente relevantes.
¿Qué me autoriza para ponerme a despotricar desde estas páginas?
Nada, en realidad. Apenas el hecho de haber nacido aquí y ser hijo de
la América proletaria venida a menos. Caí en la cuenta de ello en 1999,
cuando después de treinta años de ausencia decidí regresar a mi ciu-
dad natal y fui testigo de la degradación progresiva (y espeluznante)
que habían sufrido los miembros de mi familia, mi vecindario y mi
comunidad, y de cómo sus vidas de trabajadores habían sido devalua-
das por aquellas fuerzas contra las cuales la gente de izquierda siempre
ha clamado, las mismas fuerzas que mi familia y toda la población apo-
yaron firmemente en las urnas.
Los barrios que se concentran en mi parte de la ciudad, la zona norte
de Winchester, son la expresión más pura y dura de la clase obrera, los
vecindarios en donde resulta más probable encontrar trabajadores con
sueldos de 20.000 dólares al año y peones que apenas alcanzan los
14.000 anuales, reunidos en los tugurios de comida rápida. Aquí crecí
yo. Mi padre trabajaba en una gasolinera y mi madre en una fábrica de
tejidos que demolieron más tarde y cuyos ruidosos telares fueron la
constante música de fondo de nuestras vidas. Aquí me fumé mi primer
cigarrillo y aquí me casé con una chica blanca y pobre que vivía cerca
de mi casa. Aquí están enterrados mis antepasados y merodean todos
mis fantasmas: los fantasmas de doscientos cincuenta años de ancestros,
los de mis viejos amores, los de mi juventud. Conozco los apellidos de
todos, quién es hijo de quién, y quién andaba con quién cuando íbamos
al instituto. Así que al regresar, después de haber vivido treinta años en
el Oeste, fue como si mi corazón volviera a su sitio. Una sensación que
duró cerca de tres meses.
No tuve que hacer demasiadas visitas a la taberna del viejo barrio ni
a la desvencijada iglesia a la que acudía cuando era niño para descu-
brir que en este vecindario, situado en el país más rico del planeta, la
gente lo estaba pasando mal. Y la cosa ha ido a peor. En la zona norte,
dos de cada cinco residentes no han acabado el bachillerato. Casi todos
los que sobrepasan los cincuenta años tienen graves problemas de
salud, los índices de solvencia apenas superan los quinientos dólares,
y la bebida, Jesucristo y los excesos alimenticios son las tres vías
de escape preferidas. En la actualidad el barrio parece un cuadro de
Edward Hooper que con el tiempo haya sido sombríamente invadido
por gángsters, ancianos con whisky de garrafón, madres solteras que
trabajan todo el día y niños montados en maltrechos triciclos de plás-
tico barato. El ayuntamiento intenta ocultar la pobreza con ordenanzas
que obligan a los caseros a pintar las fachadas de las casas donde esas
personas viven de alquiler. Pero no es mucho lo que una mano de pin-
tura puede ocultar.
Comprimido entre la vieja estación de tren y el cementerio Con fe -
derado, el barrio de la zona norte era antiguamente la barrera que sepa-
raba la gente blanca de los negros de Winchester. Todo el mundo sabía
qué calles en particular representaban esa frontera del color. Ahora esas
mismas calles se están volviendo negras y latinas, y es fácil ver que esas
nuevas familias luchan por obtener una mísera respetabilidad en sus
casitas de alquiler, del mismo modo que antaño lo hacían los blancos
pobres y trabajadores que las compraron en la década de los 50 y al
comienzo de la década de los 60, cuando aún era posible comprar una
casa con un salario humilde si trabajaban los dos miembros de la pare-
ja. Los nuevos vecinos de esas calles ponen macetas envueltas en papel
de aluminio en los porches y recortan con sumo esmero la hierba de las
esquinas del trocito de tierra que hay delante de su casa, como si en la
arcilla pisoteada por los niños del barrio pudiese algún día crecer sufi-
ciente césped como para invadir las aceras. En suma, hacen exactamen-
te lo mismo que los trabajadores blancos hicieron antaño a fin de pro-
clamar: "Puede que seamos pobres, pero no somos de color".
Hay que reconocer que mi gente es más ordinaria que la mayoría; al
fin y al cabo, estamos hablando del Sur, aunque Winchester sea la loca-
lidad más norteña de todo el Sur. Pero sus necesidades –una atención
sanitaria a su alcance, un salario que permita subsistir, un trabajo esta-
ble, alquileres razonables y algo de dinero para la jubilación– no son
muy distintas a las del resto de la clase obrera americana. No existe una
línea divisoria tajante entre los trabajadores pobres que viven de alqui-
ler en mi barrio y los propietarios de las viviendas modulares de chapa
de madera que se pueden ver en las desarboladas zonas suburbanas de
esta ciudad y de cualquier otra de este país. La clase trabajadora de esta
región, lo que algunos se empeñan ahora en llamar "el corazón de país"
(y que abarca cuanto se encuentra entre una gran ciudad y la siguien-
te), se debate entre la inseguridad total y la inseguridad casi total que
resulta de tener un trabajo decente pero en peligro de extinción. Una
existencia que abarca territorios sin fin y que va de la apatía de los más
pobres a la ira más encendida de quienes tienen algo que perder. Lo
cual no es gran cosa, hombre, considerando que los ingresos por hogar
rondan los 30.000 o 35.000 dólares al año sumando los ingresos de dos
personas. Muchos de ellos son obreros pobres, pero se engañan a sí
mismos con la idea de que pertenecen a la clase media. En parte por
orgullo y en parte por ese viejo cuento chino nacional que desde hace
tiempo difunde la idea de que los estadounidenses son en general de
Nacer en una familia de la clase baja en la América trabajadora nos
lleva a algunos de nosotros –probablemente a la mayoría– a tener con-
ciencia de clase toda la vida. Por esta razón, buena parte de este libro
trata sobre las clases en América, especialmente la clase en la que nací,
ese último tercio de los norteamericanos que conforman la clase trabaja-
dora pobre no reconocida como tal: ciudadanos conservadores, política-
mente desinformados e indiferentes, y patriotas en perjuicio propio.
No es que en este momento yo siga siendo pobre. Después de un
largo viaje por caminos tortuosos, de los años transcurridos desde que
me fui de Winchester, pobre como una rata y cateto como la corteza de
un árbol, hasta que regresé, a la edad de cincuenta y tres años, he alcan-
zado un modesto éxito como editor y periodista, y ahora casi soy un
miembro de la clase media y uno de esos liberales de los que me burlo
con frecuencia. Pero las raíces de una persona no desaparecen porque
haya conseguido cruzar por los pelos la línea divisoria entre las clases,
esas fronteras que según el gran cuento nacional americano no existen.
Y lo que veo es que mi gente, los trabajadores del viejo vecindario
–pese a que han adquirido más electrodomésticos y coches más moder-
nos–, están peor que cuando me fui, en lo que se refiere tanto a su cali-
dad de vida como a su estabilidad.
Y luego están los que han ido engrosando las masas de la clase indi-
gente, que no para de crecer en los Estados Unidos. Los ves por todas
Sin ir más lejos, me encuentro en la cola de la caja de una de las cade-
nas de supermercados más ordinarios, Food Lion, observando al tipo que
está delante de mí, Eddie Coynes, que recibe el cambio con los dedos
manchados de nicotina y se guarda los billetes arrugados en el bolsillo
de la pechera de su camisa. Su mujer le está contando a la dependienta
que su iglesia hizo una colecta para comprarles a ella y a Eddie una
camioneta de segunda mano después de que les embargaran la anterior:
"Necesita un neumático de recambio, pero ya se nos ocurrirá algo".
"¡Alabado sea el Señor!", exclama la dependienta, como si el Señor se
hubiera aparecido con un grupo de cinco músicos para hacerles entrega
personalmente de esa camioneta Toyota de 1990. Es evidente que todos
ellos son cristianos renacidos. La mujer recoge sus compras, un
pack de
Pepsi Diet y una caja de bizcochos Little Debbies, y se dirige a la puerta.
Detrás de mí hay otros cuatro o cinco clientes que podrían ser sus
dobles: todos ellos obesos, con los dientes cariados, vestidos con ropa
barata, y pinta de que les han pegado un tiro y fallado por poco, y de
que se les han cagado encima y dado de lleno, cada cual con su colec-
ción de problemas legales, sanitarios y económicos. Estoy seguro. Los
conozco. Sé muy bien cuál de ellos no consigue que lo contraten a
tiempo completo en la fábrica, y cuál es la mujer cuyo hijo tiene "un
problema con las drogas", por decirlo con sus palabras, y lo despidie-
ron por estar enganchado a la oxicodona, la heroína de los pobres. Las
cosas no le van mucho mejor a la cajera. La he visto hacer sus compras
con cupones alimentarios nada más acabar su turno. Todos ellos han tra-
bajado toda su vida, y en los últimos veinticinco años han ido perdien-
do terreno en relación con la media del país. El veinte por ciento de los
vecinos de Winchester que realmente pueden considerarse de clase
media realiza sus compras en un lugar un poco más selecto, en Martin's,
y no en este extremo de la ciudad, donde no podrías encontrar un agua-
cate o un puerro, un pan integral o una
baguette, ni siquiera un agua
mineral con gas.
Cuando los ciudadanos de clase media de Winchester o de las nue-
vas zonas periféricas de Estados Unidos –más o menos el veinte por
ciento de los americanos cuyas vidas son las que más se asemejan al
modelo de clase media– se cruzan en su camino con estos luchadores
de clase obrera, a menudo no los reconocen como luchadores. Ese viejo
sabio que viste un chaleco naranja y sonríe a los clientes en la sección
de tuberías de Home Depot, el que sabe todo lo que se puede saber
sobre plomería, anda cojeando por ahí con sus rodillas artrósicas a los
sesenta y siete años, y si funciona es porque le han metido unos cuan-
tos injertos óseos tras pasarse toda una vida como empleado de la cons-
trucción. Ahora trabaja exclusivamente para cubrir los gastos de la
medicina que toma para el corazón y para cubrir el seguro sanitario pri-
vado que necesita si no quiere que las facturas del hospital le hagan
perder la desvencijada casa de una planta que él y su mujer compraron
en 1964, la misma que ahora se encuentra en un barrio tan malo que
sólo un agente especialista en barrios empobrecidos le ofrecería algo
por ella, aunque no mucho. Como otros muchos ciudadanos, lleva
veinticinco años perdiendo terreno.
Si te hubiera tocado llevar esa vida de trabajo duro y fueses de los
que piensan que cualquier cosa antes que recibir una limosna del
Estado, tú también serías conservador. No me refiero a un
neocon de
mirada asesina. Quiero decir que serías tan cauteloso y reaccionario
como para votar al hombre que parece suficientemente firme para man-
tener los precios de la vivienda en alza, acabar con los enemigos invi-
sibles que acechan desde el extranjero y darle a Dios la palabra en lo
relativo a la política interior. El problema es que ni los ancianos que
compran en Home Depot ni ninguno de los demás vivimos ni trabaja-
mos en 1956, ni podemos votar a Eisenhower.
Para la clase media y para los políticos, la gente como el hombre del
chaleco naranja pertenecen a la llamada "clase obrera tradicional".
Veteranos que, al regresar de la guerra de Corea, construyeron por toda
América aquellas casitas de cien metros cuadrados y estilo
Cape Cod de
imitación revestido de aluminio. Ahora ninguno de estos trabajadores, ni
los viejos ni los jóvenes –en su mayoría blancos y con apenas un diplo-
ma de la escuela secundaria–, pertenece a clase alguna (a excepción de
los que son vistos como lo peor de lo peor, que sí tienen nombre:
white
trash, "basura blanca"). Son familias formadas por dos cónyuges y dos
hijos que en 2005 todavía intentaban ganar más de 35.000 dólares al
año y que aún constituyen el 24% de los trabajadores estadounidenses,
35 millones de personas como mínimo, según los cálculos del propio
En Estados Unidos, ser blanco y pobre, o simplemente estar cerca de
la pobreza, constituye una paradoja. Se supone que los blancos, espe-
cialmente los hombres, poseen una ventaja que explotan sin piedad.
Sin embargo, un poco más del cincuenta por ciento de los pobres nor-
teamericanos son blancos. De hecho, los blancos pobres superan en
número a todas las minorías pobres juntas. La pobreza de los negros se
extiende a la mayor parte de la sociedad negra, eso está claro. Pero no
impide que haya diecinueve millones de pobres y trabajadores pobres
blancos, una cantidad que sigue en aumento. (Por cierto, la mayoría de
los pobres trabajan. Cerca de la mitad consiguen un empleo durante al
menos seis meses al año; las ayudas estatales sólo dan cuenta de una
cuarta parte de los ingresos anuales de los estadounidenses pobres. Y,
dicho esto, bien podría ser que la distinción entre pobres y trabajado-
res pobres no sea más que una absurda distinción moral que viene
determinada por la ética protestante respecto al trabajo. El pobre es
pobre, tenga o no que trabajar para sobrellevar su miseria.) De hecho, al
día de hoy, según los datos de la Oficina del Censo, los blancos pobres
son el único grupo que sigue creciendo en números absolutos y empo-
breciéndose cada vez más. Todos los demás grupos están estancados, a
pesar de que la Administración Bush se haya pavoneado respecto a los
cambios relativos.
Aun así sobrevive el mito del poder de la piel blanca, como también
la creencia sobreentendida de que si una persona blanca no triunfa es
por culpa de la pereza. Pero al igual que los habitantes de los guetos
latinos y negros, los blancos pobres y trabajadores viven en un orden
social sin salida donde el fracaso está casi garantizado.
Incluso los liberales educados y bienpensantes lo tienen difícil con
el asunto de la población blanca de pobres y semipobres. Si admiten el
fenómeno, por lo general no aciertan en la comprensión de su escala.
Si reconocen su escala real, a menudo son objeto de burla por parte de
las minorías que integran los movimientos antipobreza. Los fondos dis-
ponibles para la lucha contra la pobreza son celosamente acaparados
por los grupos que los reciben; no quieren que esos fondos se repartan
entre aún más gente. ¿Alguien puede culparlos? Pero en relación con la
pobreza, ¿acaso a los blancos pobres les va mucho mejor que a los
negros? Y, ¿el hecho de que la mayoría de los ricachones sean blancos
ayuda a los blancos pobres más de lo que ayuda a los negros pobres el
hecho de que la mayoría de raperos millonarios sean negros? No impor-
ta que los defensores de las minorías afirmen que el "índice de pobreza"
(esa ridícula pauta federal sobre los ingresos inferiores al salario mínimo)
de los negros ha caído al ocho por ciento, o que el índice de pobreza de
los blancos es de un 24%. Todo eso importa una mierda, porque la cues-
tión es que sigue habiendo enormes cantidades de personas que pasan
grandes apuros, y todas las estadísticas sobre la pobreza a cargo de los
investigadores universitarios no les sirven de nada.
Sin embargo, el acceso universal a una educación decente podría
mejorar a largo plazo la vida de millones de personas, sobre todo tenien-
do en cuenta que muchos de los peores aspectos de la pobreza son el
resultado del vacío intelectual y la brutalidad del entorno. Recuerdo a
mi padre echándome la bronca por leer libros de arte con desnudos de
Rubens en la portada. Para él eran solo "porquerías". Y recuerdo que mi
madre me preguntó si era maricón porque me pasé un día entero dibu-
jando al carboncillo el
David de Miguel Ángel. La apatía intelectual es
algo que marca a familias enteras durante generaciones.
Mi padre era un trabajador con estudios primarios, al igual que mi
madre, que trabajaba en fábricas de tejidos y talleres de confección.
Mientras viví con ellos nunca pensé en ir a la universidad, hasta que
finalmente, unos años después de largarme, en su último impulso, la
"gran sociedad" de Lyndon Johnson dio un espaldarazo a los de mi ori-
gen y mi generación. Se trata de una cuestión de clase. Si tu viejo aban-
donó la escuela y alquiló el trasero por cuatro dólares y jamás leyó un
libro, y tu madre trabaja de camarera, no vas a tener muchas posibili-
dades de llegar a presidente de los Estados Unidos, diga lo que diga tu
profesor. Te pasarás la vida ganando ocho dólares por hora en una cade-
na de montaje, suplicando que te dejen hacer horas extras para poder
pagar la factura de la calefacción. Y acabarán enfrentándote a tus com-
pañeros de faena y a un centenar de nuevos inmigrantes del otro lado
de la ciudad en defensa de ese puesto de trabajo. Y vas a llegar a la ine-
vitable conclusión de que cada hombre debe salvar su propio pellejo.
La solidaridad puede irse a freír espárragos. Los ocho dólares son lo
Al mismo tiempo, si crees en el cuento chino nacional, asegurarás
que todos estos trabajadores anónimos que compiten contigo forman
parte de la gran clase media estadounidense. Pero lo cierto es que
somos un país de clase obrera. Si entendemos por "ser de clase obrera"
el simple hecho de no tener un título universitario, por lo menos las
tres cuartas partes de los norteamericanos son de clase obrera.
Sin embargo, la "clase" no se define en función de los ingresos o los
títulos, sino del poder. Sobre todo en relación con el trabajo. Si entien-
des que ser de clase obrera consiste en el hecho de tener poder –los
jefes lo tienen y los trabajadores no–, por lo menos un sesenta por cien-
to de la población de los Estados Unidos es de clase obrera, y la verda-
dera clase media –periodistas, profesionales y semiprofesionales,
directivos, etcétera– no supera un tercio de la población en el mejor de
los casos. Dejando a un lado los números, la "clase obrera" bien podría
definirse en estos términos: eres obrero si careces de cualquier control
sobre tu trabajo. No decides cuándo trabajas, ni cuánto cobras, ni cuál
es el ritmo de trabajo, o si te quedarás en la calle a la primera caída
de la Bolsa. Ser de "clase obrera" no tiene nada que ver con el color de
tu piel, ni mucho menos con los ingresos, como cree la mayoría, y
en muchos casos tampoco lo tiene con el hecho de ser autónomo. En
estos tiempos la clase obrera está compuesta por camioneros, cajeros,
electricistas, enfermeros y todo tipo de gente condicionada por el sis-
tema para no pensar jamás en sí mismos como miembros de la clase
obrera. Las líneas fronterizas no están claramente trazadas, por lo cual
persiste la ilusión de la existencia de una clase media mayoritaria.
Sólo conozco a una persona que intenta hacerles comprender esto a
los norteamericanos. Michael Zweig, economista, escritor y activista
de la Universidad Stony Brook, estado de Nueva York. Según Zweig, un
camionero que tiene su propio camión puede o podría pertenecer a la
clase media, pero un camionero que trabaja para una compañía naviera
es de clase obrera. Un electricista autónomo que trabaja por contrato
para una constructora no es un empresario ni un pequeño empresario:
es un trabajador especializado al que las constructoras se niegan a con-
tratar porque no quieren correr con los gastos de la Seguridad Social, la
indemnización por accidente o el seguro médico. En lugar de eso, fir-
man con él la contratación de un servicio, y el trabajador asume esos
gastos y recibe órdenes de un encargado y se suma a la farsa pensando
que es uno de los pequeños empresarios norteamericanos perteneciente
a ese sector dinámico y en constante crecimiento formado por los "em -
prendedores". Por otra parte, nos recuerda Zweig, incluso los médicos
y los catedráticos están cediendo el poder de decisión sobre su "jorna-
da laboral" (aunque por un billete de los grandes al día la mayoría de
nosotros cederíamos encantados un poquito de poder) a las sociedades
médicas y los consejos directivos universitarios, y el proceso de "vacia-
do de la clase media" promete engrosar aún más las filas de la clase obre-
ra y seguir empobreciendo a la gente trabajadora. Es fácil imaginar a los
profesores haciendo huelga cuando son forzados a dar más clases, pero
nuestro electricista autónomo que trabaja por contrato no va a oponer
resistencia, no lo hará teniendo en cuenta que carga con una Mastercard
con un saldo pendiente de 3.000 dólares en Home Depot, a cuenta de las
herramientas, los repuestos y el material para la siguiente obra.
En cualquier caso, ¿quién se ofrecería a apoyarlo si se rebelara? Algo
que por otra parte no sabría cómo hacer. Desde mi propia experiencia
sindicando a trabajadores de prensa y repartidores de periódicos, sé
que eso requiere de alguien externo, experimentado, de izquierda y con
estudios que se ocupe de organizar sindicalmente a los trabajadores en
las regiones antisindicalistas de este país, aunque sólo sea para tener la
capacidad de navegar por el complejo mar de leyes estadounidenses
cuyo único propósito es desbaratar la labor sindical. Pero estas perso-
nas –"agitadores", como se los suele llamar– traen consigo otra cosa: se
traen a ellos mismos como modelos de liderazgo. Y con suerte, si son
buenos en lo que hacen, aportan todo su potencial.
En los tiempos previos a la destrucción de la espina dorsal del movi-
miento obrero, cuando podías tener un arma y ser liberal sin que eso
supusiera una contradicción, los miembros de la izquierda política die-
ron todo su apoyo a estos trabajadores y se mantuvieron al pie del
cañón recibiendo palizas junto a ellos en las puertas de las fábricas.
Ahora prácticamente no existe nada que merezca el nombre de movi-
miento obrero, y numerosos integrantes de la izquierda se hallan cómo-
damente instalados en el seno de la verdadera clase media, la cual sólo
acoge a un 20 o 30% de los norteamericanos, como ya veremos. Desde
esa perspectiva privilegiada, los liberales ven a los trabajadores blancos
como unos tipos enojados, belicosos, intolerantes y felices títeres del
imperio norteamericano, lo cual supone ignorar la pregunta de cómo
llegaron a convertirse en eso, si es que realmente son tal como esos
liberales los ven.
Así que tenemos eso que mi gente considera la "élite liberal", per-
sonas que todavía viven el sueño americano y gozan de una relativa
seguridad económica. Sin embargo, los miembros de la élite liberal
–que de verdad conforman una élite– no se ven a sí mismos como eli-
tistas. Son una minoría formada abrumadoramente por ciudadanos
blancos y universitarios, y sólo se mueven entre clones de sí mismos.
Hasta donde alcanzan a ver, la vida en los Estados Unidos consiste
en ganar dinero, acceder a la mejor educación, adquirir una vivienda en
propiedad y hacer amigos que resulten de utilidad en la vida profesio-
nal. ¿Alguien puede culparlos? El condicionamiento lo es todo. ¿Cómo
podrían no creer en su propia experiencia o en lo que ven cada día, lo
cual les hace pensar que sus privilegios son legítimos y merecidos?
Siguiendo con las mediciones en función del dinero y la melanina,
en el otro extremo se encuentran los negros. Y a su lado los campesinos
blancos de pocos recursos e incultos, descendientes de generaciones de
campesinos pobres e incultos, agrupados en poblaciones de gente idén-
La clase media, tanto liberales como conservadores, depende por
completo de mi gente, de esa multitud de personas infraeducadas,
infrapagadas y sobreexplotadas. No soy un quejoso, esto es una simple
exposición de los hechos. Somos la razón de que la inflación no suba y
las jubilaciones privadas de la clase media permanezcan estables.
Mientras tanto, la clase obrera depende por completo del sistema de
pensiones de la Seguridad Social, que a la larga será recortado drásti-
camente y privatizado por métodos poco transparentes, para ser pues-
to en manos de la clase propietaria con el fin de impulsar (de manera
prodigiosa y en un ciclo de beneficio propio) el mercado de acciones,
que está al servicio en primer lugar de las clases alta y media alta. Para
los conservadores es fácil estar en contra de estos programas, ya que
son personas que nacieron en el segmento superior de la sociedad y
nunca los necesitaron. Para los liberales nacidos en familias igualmen-
te ricas, oponerse a ellos resulta un poquito más difícil, moralmente
hablando. Lo que uno hace es dar su apoyo a la medida de protección
durante el cóctel, y más tarde retar a Shaneesa o a Marta por haber deja-
do marcas sobre la superficie del mostrador de mármol cuando limpia-
ban los restos de bebidas de la fiesta.
Ningún demócrata o izquierdista parece llegar a ver con claridad
que el afán de los teócratas obreros de unirse a los defensores de la gran
corporación y aunar fuerzas en contra de los
yuppies liberales no es
más que puro deseo revanchista. En cambio, la clase obrera sí percibe
cierto esnobismo por parte de esos liberales de salón. Pero ese esnobis-
mo solo emerge cuando se producen roces entre los ásperos límites de
cada uno de esos dos mundos.
La mayor parte de las veces las clases media y alta apenas son cons-
cientes de la existencia real de la clase obrera. Un ejemplo: mi propia
capacidad para hablar del sistema de clases en los Estados Unidos, y
recibir un pago por ello, parece una demostración de la porosidad de ese
sistema. Pues yo vivo de hablar de los casi cuarenta y cinco millones de
trabajadores que nos rodean, de esos ciudadanos de esta nación que
reparan nuestros coches, asfaltan nuestras calles y sirven en nuestras
mesas. Como me dijo un jefe de redacción, el prototipo del buen libe-
ral neoyorquino: "Es como si tu gente perteneciera a una cultura exóti-
ca, como si vinieras de Yemen o algún lugar parecido".
No quisiera contribuir a reforzar la falsa imagen del rico progre crea-
da por la ideología
neocon, y que habla de un tipo que se alimenta
de queso Brie, bebe cerveza importada y conduce una mariconada de
Volvo. Yo he hecho todo eso y cosas aún peores, excepto lo del Volvo,
que nunca me he podido permitir. Por otra parte, si la Norteamérica
liberal ha sido algo pagada de sí misma, mis hermanos de clase obrera
han sido definitivamente estúpidos al dejarse engañar por elementos
como Karl Rove, Pat Robertson
2 y la falsa piedad de George W. Bush.
El hecho es que liberales y trabajadores se necesitan mutuamente
para sobrevivir a la creciente calamidad económica que hemos hereda-
do de un régimen que prometía «dirigir este país como una empresa».
Tarde o temprano, pese a la victoria de los demócratas en las eleccio-
nes celebradas a mitad del mandato en 2006, la izquierda tiene que
enfrentarse de cara y de forma sincera con los estadounidenses que no
necesariamente comparten sus prioridades, y en especial con los que
no han acudido a las urnas, para volver a ser una fuerza relevante para
la Norteamérica trabajadora. Porque si la izquierda no aspira a cierta
equidad entre las clases, que alguien me explique qué hace.
Con todo esto en mente, me gustaría acercar al lector a esas vidas de
la América profunda, aproximarme a ellas hasta verlas más de cerca de
lo que nuestros medios de comunicación jamás se han atrevido a apro-
ximarse; llevarle a conocer a esa gente cuyos hijos han elegido Irak
como destino para su viaje de fin de curso, esas personas que, aunque
están a dos días de quedarse sin techo, todavía siguen aferrándose con
orgullo a la idea de que son estadounidenses de clase media. En lo que
podría leerse como una serie de crónicas estrechamente interrelaciona-
das, arrancaremos con una noche en el Royal Lunch, una de las taber-
nas locales, donde el lector conocerá a Dottie y a Dink, y al resto de la
buena gente trabajadora que llena estas páginas. Luego seguiremos con
algunos empleados de la sede local de Rubbermaid, y de esta forma lan-
zaremos una atenta mirada sobre el papel que desempeña la globaliza-
ción en la vida de estos ciudadanos. En el capítulo 3 compraremos una
caravana y en el siguiente nos instalaremos en el corazón de la cultura
2 Karl Rove es un veterano republicano, jefe de gabinete con el presidente Bush, que
tuvo que dimitir al verse implicado en escándalos políticos. Pat Robertson es un tele-
predicador fundamentalista. (N. del t.)
de las armas, un territorio que muy pocos defensores del control de las
armas de fuego se han tomado la molestia de visitar. Después de nues-
tro encuentro con los aficionados a los rifles quedará claro por qué los
grupos antiarmas de este país nunca consiguen imponerse. Estos nor-
teamericanos aman esos artefactos por razones culturales –aunque no
siempre reconfortantes– perfectamente legítimas que se remontan sin
duda a aquellas hordas de calvinistas escoceses de la frontera, hombres
endurecidos por la guerra que vinieron a América dispuestos a exter-
minar alegremente a "los paganos emplumados y pintarrajeados". En
los últimos años hemos visto a sus descendientes combatiendo en Irak
y pidiendo al clero que bendijera sus armas y sus cuerpos con la sana
intención de dedicarse a eliminar nuevos obstáculos que entorpecen el
recto camino de la democracia. Para entender por qué están convenci-
dos de que esa es la voluntad de Dios, invito a leer el capítulo 5, en el
que presentaré a algunos cristianos que desean un Estado teocrático. En
el capítulo 7 visitaremos una pequeña ciudad vecina, una de tantas en
América pobladas de gulags para viejos pobres, y de las que nadie
habla en la actualidad. Es ahí adonde irá a parar Dottie, la cantante de
karaoke de mi ciudad. Esto será como abrir una lata de gusanos y ense-
ñar de qué manera las mujeres casadas obreras son estafadas por la
Seguridad Social y cómo los falsos hospitales sin fines de lucro con-
trolan la asistencia sanitaria en Estados Unidos, faltando a su deber de
atender a los enfermos no asegurados y de bajos ingresos al mismo
tiempo que se gastan miles de millones para llevar a la quiebra a peque-
ños hospitales locales, y se abren balnearios y gimnasios de cientos de
millones de dólares. Y ya en el último capítulo intentaré responder a
las siguientes preguntas: ¿cómo diablos es posible que una parte del
país sepa tan poco sobre la otra? En el teatro de la vida en América,
¿qué ilusión colosal nos tiene tan hechizados que ni siquiera podemos
ver a quienes nos rodean, y mucho menos convencerlos de que no
voten en contra de sus más valiosos intereses, o de los nuestros? A esta
ilusión la llamo el Holograma Americano.
Este libro está escrito desde una ciudad en pleno proceso de cambio,
situada en Virginia. Pero la clase a la que pertenezco, estas personas
–los que huelen como un cenicero cuando te los encuentras en el
supermercado, se zampan una caja de Little Debbies mientras estiran
las piernas y ofrecen alabanzas al Señor por una camioneta sin neumá-
ticos de recambio– y tantas otras que se les parecen, viven en todos los
estados de nuestro país. Quizás así la próxima vez que nosotros, la
gente de izquierda, nos encontremos con esa gente aparentemente
necia, autodestructiva y obsesionada con Dios seamos capaces de
entender sus problemas y la complejidad de sus existencias, y hasta ser
lo bastante solidarios como para pagar de nuestro bolsillo un neumáti-
co de recambio recauchutado, por la sencilla razón de que sería un
bonito gesto y seguramente haría que los fantasmas de Joe Hill, Eleanor
Roosevelt y Mahatma Gandhi esbozaran una sonrisa.
Source: http://www.editorialmarea.com.ar/assets/pdfs/CronicasAmericaProfunda.pdf
Laser Treatment of Cutaneous Vascular Lesions Mitchel P. Goldman Laser treatment of cutaneous vascular lesions began with keep the laser energy within the thermal relaxation time Dr Leon Goldman in 1963 at the Children's Hospital of the blood vessel. Research Foundation in Cincinnati, Ohio, with the treat- The latest advance was the development of the intense
Handerwärmungstraining bei Morbus Raynaud-Syndrom Das Raynaud-Syndrom (Morbus Raynaud) ist eindie durch anfallsweises Erblassen der Hände oder Füße aufgrund von gekennzeichnet ist. Unter Umständen können auch Nase und Ohren betroffen sein. Etwa 3% der Bevölkerung leiden an einem primären M. Raynaud (siehe weiter unten). Frauen sind fünfmal häufiger betroffen als Männer. Bei stillenden Frauen können auch die Brustwarzen betroffen sein, während des Stillens verfärbt sich die jeweilige Brustwarze weiß. Manifestationsalter des primären M. Raynaud meist zwischen dem 20-40 Lj. Die Erkrankung ist nach ihrem Entdecker – dem französischen Arzt(1834–1881) – benannt. Umgangssprachlich wird sie auch als Weißfingerkrankheit oder Leichenfinger bezeichnet, andere Bezeichnungen hinsichtlich der Symptome sind Digitus mortuus (Totenfinger) oder Reilscher Finger.